sábado, 14 de marzo de 2020

El Libro de Roy Campanella

Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
La gran estrella del béisbol Roy Campanella observa y participa con sus consejos en el campo de entrenamiento. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

Deseo compartir, con los amables lectores, los dos primeros capítulos del famoso libro escrito por la estrella de béisbol Roy Campanella, titulado "Es bueno estar vivo", obra que relata diversas facetas de su vida, entre ellas, el accidente sufrido que lo dejó parapléjico, sus participaciones y experiencias de béisbol en las Ligas Negras, México, el Caribe y las Grandes Ligas. Roy Campanella fue un ídolo, siendo fuente de inspiración y fortaleza para la sociedad, ante la adversidad. Espero lo disfruten.

A continuación, su relato:

Es maravilloso estar vivo


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Roy Campanella cuando lo proclamaron "Hombre del Año" fue agasajado por el Gobernador Nelson Rockefeller, Jacob Javits, el Comisionado de las Grandes Ligas Ford C. Frick y el industrial Charles Parton. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

”Cada noche cuando voy a la cama, rezo a Dios y le agradezco que me haya dado cualidades para jugar".

Cuando Roy Campanella dijo esto, parecía que tuviera mucho de qué estar agradecido.

Disfrutaba de una vida que sólo las estrellas consiguen: fama, fortuna, alegría de hacer lo que le gusta, más que ninguna otra cosa en el mundo.

Aquí está, en sus propias palabras, la historia de una brutal tragedia humana que se convirtió en un inspirador triunfo humano. Una historia de lo que la voluntad y deseo de vivir, pueden lograr.

Mi mente está tan llena de pensamientos mientras estoy sentado en una silla de ruedas y me preparo a dictar la historia de mi vida... una vida tan llena de éxitos, de felicidad, de triunfos... una vida que estuvo a punto de serme arrancada, pero que Dios quiso alargarme un poco más... una vida como pocas personas tuvieron la suerte de vivir...

¿Cómo empezar? ¡Hay tanto que contar...! ¿Empezaré con el accidente automovilístico, cuando descubrí que estaba paralítico?

Empiezo con la visita de aquel muchachito al hospital, que me pidió un autógrafo, me disculpé por no poder firmarlo y me contestó: "No importa Mr. Campanella; no veo y no puedo leer".

Quizás el comienzo adecuado sea el día en que dejé la Institución Rusk para comenzar una vida nueva; mi vida en una silla de ruedas como cuadrupléjico. Resulta difícil saber cómo empezar. Alguien podrá pensar que Dios me volvió la espalda por lo del accidente. No es así. Me considero muy afortunado por haber podido jugar béisbol durante veinte años, la mitad de ellos en las Grandes Ligas. Y hasta tuve suerte cuando el accidente ¿Cuántas personas tienen accidentes parecidos y mueren? Pude haber muerto dentro de aquel automóvil y también en el hospital cuando la pulmonía. El carro se me quedó encima y la máquina estuvo girando durante no sé cuánto tiempo; cuando quise apagarla con la mano izquierda, me di cuenta de que estaba totalmente paralítico; la gasolina podría haberse prendido y... He progresado mucho y voy a hacerlo más. Hubo un tiempo en que no podía mover ni mis piernas ni mis manos; durante muchos meses después del accidente, no pude mover ni las manos ni la cabeza, ni sentarme; no podía beber ni comer por mí mismo.

Ahora puedo hacer todo eso. Cada día me siento más fuerte y cada vez intento algo nuevo. No es difícil si se tiene la fe y el coraje. Todos nosotros queremos vivir y yo soy uno de ellos. Espero seguir viviendo y ayudar a otros a que vivan.

Mi último año como jugador fue 1957. Fue cuando Walter O´Malley, dueño de los Dodgers, decidió mudarlos de Brooklyn a Los Ángeles. Empezamos a oír rumores en Febrero de aquel año, cuando los entrenamientos de Febrero comenzaron en Vero Beach; recuerdo que era el aniversario del nacimiento de Washington. Los pitchers y los catchers de los Dodgers habían llegado temprano y se pusieron a trabajar antes de que los otros llegasen. Fue aquella mañana cuando el Sr. O´Malley hizo el sorprendente anuncio.

Nadie estaba tan inocente como yo. La gente de la costa Oeste encontró la idea bella. Los periodistas siempre buscando el ángulo, me pidieron que posara al lado del Alcalde de Los Ángeles Norris Poulson, con la gorra puesta.

Después de que nos dimos la mano, el alcalde Poulson puso su brazo alrededor de mi y dijo: “Campy, el año que viene no serás un vagabundo de Brooklyn; serás un vagabundo de Los Ángeles". Yo contesté “seguro”.

En aquel momento no estaba preocupado por el equipo en que jugaría al año siguiente. Pensaba en aquel año; acababa de salir de un mal año y comenzaba uno bueno.

En 1956 jugué toda una temporada con las manos malas. La izquierda había sido operada en 1954 y la derecha durante la primavera de 1956. Algunos pensaron que después de 1956 yo estaba acabado.

Una buena razón por la que pensaba que sería una buena temporada, era porque el dolor había abandonado mis manos. Estábamos en 1957 y yo había ganado tres veces el trofeo al mejor jugador de la Liga Nacional; fue en 1955. Si los jugadores de baseball son supersticiosos, éste era un buen augurio.

Para los jugadores de béisbol, la primavera es tiempo de entrenamiento, de entonación para la temporada que se avecina. Cada hombre tiene que prepararse a sí mismo y estaba pensando sobre todo en mis manos y en mi posibilidad de jugar como había podido hacerlo en mis años buenos. Pee Wee Reese estaba preocupado por sus piernas y por su espalda; era el jugador más veterano del equipo. Carl Erskine se recuperaba de un problema en la mano. Duke Snider tenía una rodilla mala y esperaba poder pasar la temporada sin ir al quirófano. Don Newcombe tenía su habitual inflamación de la mano en Primavera...


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
De izquierda a Derecha aparecen: Nicolás Berbesía, Roy Campanella, Nené Padrón, Don Newcombe y Pedro Montes, padre de la periodista deportiva, Mari Montes. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

Cada uno de nosotros, especialmente los veteranos, teníamos nuestro problema personal.

Pero estábamos bajo la misma amenaza: la posibilidad de que aquel fuese nuestro último año en los Dodgers de Brooklyn. A medida que iba pasando el tiempo, pensamos cada vez más en el cambio a Los Ángeles y hablábamos cada día más en el club y en el cambio.

Algunos estaban de acuerdo, a otros no les importaba y otros, como yo, no nos gustaba la idea. Todos teníamos razones personales. Terminamos la temporada aquel fin de semana en Filadelfia. Fui a casa y tomé a Roy Jr. que entonces tenía ocho años, conmigo. Tony, dos años más joven, estaba previsto que viniera también, pero en el último momento quedó en casa con su madre. Siempre que jugábamos en Filadelfia, durante todos mis años en la Liga Nacional, permanecía con mi familia más que con el equipo, en el Hotel Warwick.

Fui a Nueva York después del partido; no volví a casa de mis padres porque Roy tenía que descansar para ir al Colegio a la mañana siguiente.

Vi todos los partidos de la Serie Mundial en el Yankee Stadium. Los Bravos y los Yankees tenían un día libre para ir a Milwaukee a Nueva York después del quinto juego. 0´Malley anunció que transfería el club desde Brooklyn a Los Ángeles. Era finalmente, cosa oficial. Allí estaba la cosa que había esperado y esperado que no sucediese. Quiero decir que ahora teníamos que decidir sobre las cosas sobre las que estuvimos hablando durante la primavera mientras entrenábamos: Si mudar nuestras familias al Oeste y dejar Nueva York o si alquilar en California y seguir siendo gente del Este.

Mi esposa Ruthe y yo hablamos del tema varias veces durante el verano, esperando que nunca nos veríamos forzados a decidir. Yo  tenía que decidir si vendía el negocio, la casa, la finca que tenía en Harlem y el yate.

Éramos muy felices en la casa, una gran casa en Long Island, con nuestro propio muelle; era maravillosa para los niños. Conocimos cuanto la apreciábamos ahora, y nos dimos cuenta de que era desarraigar a los niños.


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
La tienda de vinos y licores de Roy Campanella ubicada en Harlem, 198 West, 134 Street, de Nueva York, U.S.A. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

Mi tienda de licores iba bien; no le veía sentido a venderla. Fue la mejor inversión que hice. Me acuerdo cuando hablé por primera vez del negocio de licores. Branch Rickey no estaba de acuerdo. Mr. Rickey es un hombre muy religioso. Predica desde el púlpito y es abstemio. Su único vicio es fumar cigarros caros. No pensaba que el béisbol y la bebida fueran una buena mezcla y pensaba que la gente iba a pensar más si veían a un jugador vendiendo whiskey.

"Campy", me dijo: “¿Por qué no inviertes tu dinero en un negocio de deportes o en algo que no tenga más que ver con las malas tentaciones?".

Le contesté: “Mr. Rickey, usted es un blanco, puede que no se dé cuenta del problema de un hombre de color en el mundo de los negocios que no sean los espectáculos. Mi gente bebe. Serán mejores clientes para la bebida que para los deportes".

Convencí a Mr. Rickey. Fue la única vez en que no estuve de acuerdo con él. No tuve problemas con Mr. 0´Malley. Estuvo de acuerdo y me prestó el dinero para arrancar. Como yo digo, decidí seguir dentro del negocio de licores; pero el yate ya era cosa bien diferente.

Quise pasar en el yate el poco tiempo que me quedaba. Con pena, Ruthe me decía que estaba segura de que odiaba la idea de tener que vender el yate “Princess”: “Piensa en los problemas que nos crearía. No tiene sentido llevarlo a California. Ni siquiera sabemos dónde vamos a vivir. No tenemos lugar donde tenerlo allí y ninguna oportunidad de usarlo”.

Yo sabía que tenía razón. Decidí aprovechar el tiempo que me quedaba de tenerlo y me preparé a hacer un crucero de fin de semana, aprovechando el buen tiempo de octubre.

Por muchas razones, fueron las vacaciones más hermosas de mi vida. Contraté una tripulación de capitán y dos más, junto con el guía de pesca. Íbamos en busca de atún y marlin.

Los profesionales subieron a bordo en Maontauk, bahía abajo, cerca del final de Long Island. Éramos varios amigos de los de antes y que no se marean; amigos de comer, pescar bromear y beber cerveza mientras lanzábamos nuestras cañas al Atlántico. Desde que pusimos los anzuelos en Montauk, no paramos hasta casi cincuenta millas mar adentro.

Como cocinero auto-contratado, estaba a cargo de las provisiones. No me acordé de comprar lo suficiente, pero teníamos previsto alimentarnos a base de todo el pescado que íbamos a enganchar y subir a bordo.

A medida que pasaba el tiempo, me di cuenta de que no fue mala idea comprar algo. Si hubiéramos dependido de lo que pescamos, hubiéramos pasado bastante hambre. Durante los dos primeros días de marea, no conseguimos pescar ni un solo atún y mucho menos un marlin. Conseguimos sacar dos tiburones azules que pesaron más de 400 libras cada uno. El que pesqué, me costó dos horas y media reducirlo y subirlo a bordo. Me dejó agotado.

Durante el tercero y cuarto día no vimos ni una escama. A la puesta del sol llamé por radio a mi casa de Glen Cove. "Ruthe, le dije, no estamos teniendo suerte aquí; regresamos a casa".

No me siento desafortunado por lo del accidente. Todo lo contrario, le agradezco a Dios por haber podido jugar al béisbol durante 20 años. Me pude haber muerto dentro del carro o después cuando lo de la pulmonía. Todos nosotros queremos vivir y yo soy uno de ellos.

Archivo: HNos. Dupouy Gómez.
Vehículo en el que viajaba Roy Campanella el 28 de enero de 1958, luego del accidente. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

Fue lo que hicimos. Me daba pena pensar que sería la última vez, que navegaría en el "Princess". Aquel invierno tenía que ser puesto a la venta.

Después de haber pasado las Navidades en casa, regresé a la costa en Enero para ponerme a buscar casa y para participar en un espacio espectacular de T.V. en homenaje a Miss Barrymore, Bing Crosby, Frank Sinatra, Loraine Day, Lauren Bacall, Orson Welles, Joseph Cotton, etc... estaban entre los presentes. Tenía solamente una semana, y el tiempo libre me lo pasé buscando dónde alojarnos.

Tuve la gran suerte de encontrar una familia en Los Ángeles que quiso dejarme su casa totalmente amueblada. Era un lugar encantador en Lincoln Park. Les conté que tenía unos pequeños y la Señora Wood me contestó que de acuerdo, que suponía que se trataba de niños educados y que no romperían nada. Llamé a Ruthe a Glen Cove y quedó encantada. Lo que yo quería era verla y que ella viese la casa antes de firmar nada. Nos pusimos de acuerdo para que la viésemos el primer domingo de Febrero.

Jamás olvidaré el 28 de Enero de 1958. Fue la fecha en que el mundo se puso a caminar al revés. La noche del domingo 26, estaba sentado en una de las mesas reservadas a Ios Dodgers con algunos de los compañeros cuando fui interrumpido por Harry Wismer, el hombre de la radio.

Me dijo que la filial de Harlem del YMCA, le había pedido que me llamase. Tenían previsto un espectáculo para recaudar fondos en la televisión y querían saber si podían contar conmigo.

Yo les tenía cariño y le dije a Harry que iría para concertar el día y hora. El show tendría lugar alrededor de las 10.45 de la noche. Le pedí a Wismer que me llamase al negocio a las cuatro de la tarde, para los arreglos finales.

El lunes fue un día desagradable y ventoso. Cuando salí de mi casa para buscar el carro eran alrededor de las 9.30 de la mañana y el viento aullaba. Me metí en mi Chevrolet del 58, después de decir adiós a Ruthe y a los niños y pedirle que me vieran en la televisión aquella noche.

Había nevado unos días antes y las carreteras estaban heladas y peligrosas, especialmente las de Eastland Drive y Dosoris Lane, cerca de las que vivo. Dosoris Lane lleva a Glen Cove. Cuando llegué a la ciudad no fui directamente a mi negocio, que está en la séptima Avenida y la calle 134. Me fui al Curry Chevrolet Service entre la 136 y Broadway; un par de cuadras más allá del almacén.

El carro no funcionaba bien. El motor y el radio necesitaban ajuste. Eran cosas de poca importancia, pero suponía que era mejor dejarlo listo en los primeros días de la semana. El director me dijo que no podían dármelo en el día y querían hacer un buen trabajo, por lo que me rogaban que lo llevase en otra fecha, o que lo dejase.

Lo dejé y alquilé un Chevy de 1957, para usarlo ese día y regresar a casa aquella noche. Llegué a mi negocio alrededor de las 11 de la mañana. Cyntia Mason, mi secretaria, había estado fuera durante unas vacaciones de dos semanas. Tenía cosas pendientes y me puse a resolverlas.

Wismer me llamó a mediodía y me dijo que todo estaba a punto, que estuviera en los estudios de la calle 67 de Central Park a las 10 de la noche. Quedamos en eso, pero a las 9 después de mi regreso de la cena, Harry llamó otra vez.

"Campy", dijo, ¿por qué no dejamos eso por esta noche y lo pasamos al próximo lunes?

"0. K. Harry", le contesté.

Louis Jackson, mi dependiente, estaba solo aquel día. Por eso quedé un rato haciéndole compañía. Normalmente me voy del almacén a las cuatro de la tarde para evitar el tráfico que sale de la ciudad por la noche, pero podían retrasado tanto mi salida que ya era mejor esperar más.

Nos ocupamos de manera que cerramos a medianoche y todavía quedaba trabajo por hacer. Pusimos el seguro y la alarma y nos fuimos.

Conté las facturas y cerré la caja. Cuando terminamos de hacerlo, eran alrededor de las 1.30 de la mañana del día 28 de Enero.

Salimos y me encaminé al carro. ¿Cómo sabe un hombre que está dando los últimos pasos de su vida? Yo no he dado ni uno solo desde entonces.

Estaba cansado y era tarde y hacía frío. Pero conduje con cuidado, como suelo hacerlo; nunca fui un conductor rápido. Las calles de la ciudad son limpiadas después de las nevadas, pero a las suburbanas no le tienen el mismo cuidado.

Conduje hacia la autopista principal sin ningún problema, y me orienté hacia Dosoris Lane, pasando por el colegio al que van mis hijos. Bajé por Dosoris Lane y fui hacia la curva en S que está a un par de millas de mi casa.

Había manchas de hielo en el pavimento. Brillaban como manchas blancas. Las veía con claridad y no iba rápido. Calculo que a unos 50 kms. por hora. Seguí la carretera por el lado de la S; cuando llegué a la segunda parte de la curva, perdí el control de repente. El carro no respondía, los frenos no respondieron. La superficie estaba helada y arenosa. Traté de valerme del volante porque no tenía frenos.

Sentí una punzada en mi espina dorsal. Ví el poste del teléfono cuando ya no podía apartarme de él. Si hubiese sido mi "Station Wagon", que pesa trescientas libras más y tiene cauchos de nieve, podría haberme librado. Fui capaz de evitar que el poste me diese en todo el medio, pero no pude evitar que me diese.

Le di con el ángulo delantero derecho. Sentía el carro dando vueltas como un trompo. La inercia sacó mis manos del volante. La colisión me arrojó hacia delante y abajo, haciéndome chocar con el piso. Me rompí el cuello contra el tablero de instrumentos cuando caía y me quedé aplastado entre el tablero y el piso del carro. ¡Nunca creí  que fuese tan pequeño como para que pudiese caber en un sitio  tan reducido!

Reviví el accidente mil veces. Todavía puedo ver aquel poste.Fue en el mismo sitio en que un año antes, mientras conducía Ruthe, vimos manchas de hielo. El golpe repentino me trajo a la memoria aquella noche.

Recuerdo que le dije: "Cuidado Ruthe, este es un sitio muy peligroso".

Oprimido como estaba allí, recuerdo que no sentía dolor alguno;en lo único que pensaba era en que el auto podía incendiarse. Traté de alcanzar la llave de ignición, pero de repente me di cuenta de que no podía mover las manos.

Fue cuando el terrible pensamiento llegó a mí: "¡Estoy paralítico!".

Estaba aterrado y grité: "Oh Dios, ten piedad de mí".


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Roy Campanella sonríe a pesar de su difícil situación después del accidente. Haciendo sus ejercicios para recuperar la movilidad de sus brazos junto a su enfermera y terapeuta. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

No recuerdo cuánto tiempo estuve allí, pero me pareció una eternidad. Lo que recuerdo después, es que una luz de linterna me estaba alumbrando a través de la ventana de mi carro.

"¿Eres Campy?" dijo el de la linterna. 

"Sí, soy yo", dije. "¡Por favor ayúdenme! Que alguien me ayude , No puedo moverme".

El hombre de la linterna era un patrullero, un policía llamado Frank Peopplein. Reconocí su voz. Nos conocíamos, porque en la ciudad siempre bromeaba conmigo cuando me veía. "Okey Campy, no te preocupes; vamos a sacarte de ahí".

"Apaguen el carro, por favor", pedí. "El carro va a incendiarse".

De hecho no recuerdo nada. Después me contó Ruthe que me habían sacado del carro, lo que llevó veinte minutos, y que me llevaron al hospital de la comunidad de Glen Cove, en una ambulancia de la comunidad de Nassau.

Mientras tanto, Ruthe fue despertada por el teléfono y recibió la visita del patrullero Peopplein. Eran alrededor de las cuatro de la madrugada.

"Lamento venir con noticias tan malas, Sra. Campanella", dijo él nerviosamente, "pero, su marido tuvo un accidente de auto y va camino del hospital. A él le gustaría que la llevara".   

Los doctores que me atendían en la sala de Rayos X le dijeron que yo estaba en estado de Shock y que no podía mover las piernas; temían que quedara paralítico. "Tenemos que operar inmediatamente. No hay un momento que perder. La presión en su espina dorsal debe ser aliviada inmediatamente". El cirujano dijo que necesitaba la autorización de Ruthe para poder operar.

Eran las siete de la mañana cuando el cirujano comenzó la operación asistido de tres colegas y seis enfermeras; me llevaron al ascensor que conduce al quirófano; yo estaba en la camilla boca abajo y apoyado en mi estómago. Ruthe vino hacia mí; no podía verla, pero sabía que estaba allí.

Cuando llegamos a la puerta del quirófano, el doctor le dijo a Ruthe: "Señora Campanella, váyase a casa, por favor; no hay nada que pueda hacer aquí ahora. Le aseguro que puede ayudar a su marido mejor, si se va a dormir unas horas. Sus niños también la necesitan. Vamos a estar en contacto con usted".

"Le prometo que la llamaremos tan pronto como la operación haya terminado".

Ruthe no quería irse, pero reconoció que el doctor tenía la razón.

Cuando se volvió para irse, yo dije: "Cariño. esto duele".

Me rompí el cuello y mi espina dorsal estaba toda dañada.

Los médicos comenzaron a luchar por salvarme la vida. Tenían que luchar por librarme la presión en mis vértebras para salvarme. Era un hombre enfermo, pero no me imaginaba hasta qué punto. Estaba acostado boca abajo en el quirófano; pero, a pesar de ello, sabía que había luces encima de mí.

"Doctor, ¿Qué me pasa?" Grité.

Es todo lo que recuerdo. En ese momento me pusieron la anestesia, la operación duró alrededor de cuatro horas. Fue al día siguiente cuando me enteré de lo que había sucedido.

El nombre de mi padre es John Campanella, es blanco. el nombre de soltera de mi madre era Ida Mercer. Es de raza negra. Mi padre es italiano. Sus padres vinieron de Sicilia. En italiano, Campanella quiere decir campaña pequeña.

Mi madre es americana pura; nació cerca de Chesapeake, en Maryland.

Mi padre nació en Homestad, una pequeña ciudad en el río Ohio, ocho millas al sur de Pittsburgh. Su familia fue a Filadelfia cuando él sólo tenía seis meses. Siempre quiso volver a su ciudad de origen pero nunca pudo hacerlo.

Cuando yo estaba con los Dodgers, naturalmente jugamos en Pittsburgh. Fue la primera ocasión en que estuve allí. Le mandé una postal: “Papá no te preocupes no perdiste nada yéndote de Pittsburgh; es pura montañas, huecos y peñascos". Éramos seis en la familia. Lawrence era el mayor, tenía diez años más que yo. Murió en 1959. Vivía en Germantown con su propia familia. Después viene Gladis, cuatro años mayor que yo. Gladis es la muchacha atleta más maravillosa que he conocido. Doris tiene dos años más que yo y era mi compañera de juegos. Se casó y tiene una tienda de ropa para damas en Filadeliia. Su marido es más buena persona y tienen una hija que ya asiste a la Universidad. Mis padres retirados viven felices con ellos.

Conservo algunos buenos amigos de aquellos días del colegio. Muchachos como Quentin Lee, ahora miembro del departamento de bomberos de Filadelfia. También había un muchacho llamado Philip Samson. Era un excelente atleta. Murió en 1938 o 1939 y nadie pudo saber de qué. Otro era Babe Russell, sigue viviendo en Filadelfia; era el jefe de nuestro equipo de baseball en el Nicetown Colored Athletic Club. A mi me gustaba su hermana Evelyn; una muchacha realmente bella y que todavía lo sigue siendo. Yo no tenía mucho tiempo que dedicar a las muchachas por que trabajaba y estudiaba. Sólo había unas pocas en los alrededores.

Todo esto sucedía en los días de la depresión. Nosotros no lo pasamos mal. Como decía mi padre: “Mientras la alimentación sea el negocio de su padre, ustedes —por lo menos— hambre no van a pasar".

Antes de que me pusiese a ayudar a mi padre con los camiones, trabajé en la ruta del Supplee Dairy, una de las más viejas y grandes compañías lecheras que hayan existido. Yo tenía doce años. El trabajo empezaba a las tres de la mañana y tenía que recorrer cuatro millas de cuadras en nuestro vecindario. Aquel caballo era el más inteligente que yo haya visto. Era tan inteligente, que cuando comenzaba el trabajo, no había que darle órdenes; conocía todas las paradas. Ganaba 25 céntimos al día y pensaba que eso era mucho dinero; se lo entregaba cada día a mi madre y ella lo guardaba ahorrando por mí. Cuando tuve suficiente, me llevó al centro y me compré el traje. Después de un año fui a trabajar con mi hermano, que tenía una ruta lechera muy grande y me llamaba Wah Wah Dairy. Me pagaba cincuenta céntimos al día. Lawrence trabajaba en camión. Así fue como aprendí a conducir. Tenía trece años entonces.

En aquellas fechas aprendí a valerme por mi cuenta. Vendí periódicos también tenía una caja de lustrar zapatos adornada con clavos dorados y monedas. Tengo que admitir que siempre estaba tratando de ahorrar algún dinero.

Robé mi primera pelota de béisbol. Caminaba por Hunting Park un día y los muchachos jugaban. Había una pelota en el parque y nadie estaba cerca de ella. Yo nunca había tenido una de mi propiedad. Deseaba tener más que ninguna otra cosa en el mundo. Miré alrededor con disimulo y nadie estaba viéndome. La tomé, la metí dentro de mi camisa y me fui de allí por el camino más directo posible. No paré hasta que llegué a mi casa. Sabía que mi madre lo desaprobaría. Por eso la escondí en lo alto del armario de la vajilla, donde me imaginé que no la encontraría. Lo hizo dos días más tarde.

¿Dónde la conseguiste Roy? me preguntó: “La encontré, contesté; ¿Dónde?" "En Hunting Park" —repliqué— "Estaba botada en el parque". "¡Vas a ponerla donde estaba en este preciso momento!" Me dijo con voz tronante. Yo sabía que no había posibilidad ninguna de “negociar", de modo que tomé el camino del parque y la dejé exactamente en el lugar en que estaba.

Los niños del catecismo parroquial y del colegio de los domingos se burlaban de mí, porque mi padre era blanco y mi madre negra; yo ni había reparado en ello; simplemente no se me había ocurrido. Un día no pude más y le pregunté a mi madre; ella estaba en la cocina; estábamos los dos solos. Finalmente reuní fuerzas y le pregunté: "Mamá, ¿es verdad que papá es blanco?".

Ella estaba de espaldas a mi, planchando una de las camisas de mi padre, en la mesa de planchar de hierro; siguió planchando sin darse vuelta, pero pude ver corno su espalda se ponía tiesa; debe haber sido solamente durante algunos segundos, pero pareció transcurrir mucho tiempo antes de que se diese vuelta. Me miró de una manera que nunca olvidaré y después empezó a hablar dulcemente: "Sí, Roy; tú papá es blanco. No hay ninguna diferencia. No hay nada de malo en eso. Vive en esta casa con nosotros. Es un buen hombre. Es un excelente padre. Es mi esposo y lo amo. Nos ha dado a todos nosotros una buena casa, comida, vestidos... Y por encima de todo, nos da lo que nadie en el mundo puede comprar por mucho dinero que tenga: Nos da amor, Roy. ¿Qué más puede nadie querer?".

Me di cuenta de que era algo que había estado esperando durante mucho tiempo. Me acerqué a ella y me besó. “No hagas caso a lo que digan por allí, me dijo, recuerda que tu papá me hizo muy feliz". Después tomé su plancha y siguió trabajando.

Mi padre nunca habló del tema y nunca le pregunté, tampoco tendría mucho que decir de todos modos; mi padre es una persona sencilla, sólida y agradable. Está orgulloso de su esposa y de su familia y yo lo estoy de él y de mi madre. El 17 de Junio de 1959 celebraron su quincuagésimo segundo aniversario.


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Equipo de la Ligas Negras del Béisbol, los "Baltimore Elite Giants" en 1941. El primero que aparece sentado, de izquierda a derecha, es Roy Campanella. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

El día que dejé la escuela escribí una carta a Tom Wilson, dueño del "Baltimore Elite Giants". Le decía que tenía mis papeles y que estaba listo para empezar a trabajar. En el béisbol. No recibí respuesta hasta una semana más tarde: "Manténgase disponible y repórtese a Nashville el 20 de Marzo", me escribió. “Jugaremos un partido de exhibición antes de enfrentarnos a los rivales en el segundo o tercer día en el campo. Esté preparado, tendrá un buen futuro en el béisbol negro. No olvide eso muchacho".

Era el 17 de Marzo, día de San Patricio y yo me estaba preparando para mi primer viaje de entrenamiento, un vino a mi habitación, se sentó en la cama, miró mi traje nuevo —gris brillante— y corbata verde, y me dijo: "Pareces un irlandés ¿no?" y se echó a reír.

"Colorado, irlandés, italiano: es la misma cosa ¿no?" le contesté también riéndome. Mi maletica estaba lista, incluyendo pañuelos, calcetines y todo eso me mamá había planchado aquel día y tres camisas blancas en lugar de dos. Realmente estaba empezando a "llegar".

"Roy, dijo ella, el año pasado lo hiciste bastante bien, sin tener este libro como tu propiedad privada; pero este año eres un año más viejo. Las cosas pueden volverse un año más complicadas y no me refiero a las del campo de juego. Cuando tu mente se sienta confusa por algo, y tu corazón turbado, vuelve a alguna de las páginas y comienza a leer. Rápidamente te vas a sentir mucho mejor y más fuerte".

Mamá me alargó la Sagrada Biblia; dentro de la tapa había escrito: "Para Roy de su madre. Marzo, 17. 1938".

El tren salió de la estación a las cuatro de la tarde, iba en el último vagón con mi maleta, mi periódico y una bolsa de papel marrón; en ella, cuatro sandwiches. El boleto de ida costaba 14,90 dólares y tenía comida bastante para llegar hasta Nashville.

A la hora me llegamos a Washington ya era de noche; miré a la gente me iba al vagón restaurant a cenar; aquello a mí no me importaba nada yo tenía dos sandwiches que me preparó mi mamá; dos para la cena y uno para el desayuno y el almuerzo.

Hacia las diez ya estaba listo; tenía todo el asiento para mí; desaté mi corbata y mis zapatos y me puse cómodo. No había dormido mucho, cuando sentí que me tocaban en el hombro. Miré hacia arriba en medio del humo y vi que las luces eran débiles; la cara del viejo que me miraba dijo en un susurro:

"¿Eres Campy?"

"Sí, soy yo qué pasa?".

"No pasa nada, muchacho; pensé que quizás te vendría bien un poco de comida; sígueme".

Seguí aquella camisa blanca y a aquel anillo de pelo gris. El tren estaría rodando por Carolina del Norte o quizás del Sur; se meneaba de derecha a izquierda como si hubiera mar movida, pero el mozo del tren se movía por él adelante como si estuviese en su casa.

Unos seis vagones más atrás llegamos al restaurant. Al final del pasillo, a la izquierda, abrió la puerta de la cocina. El Chef estaba allí junto con dos mesoneros. Me sonrió.

"Hola Campy, dijo mientras me estrechaba la mano, te he visto jugar y atrapas la pelota de una manera excelente, muchacho. Siéntate y  creo que te podré poner un buen bisteck y un helado o algo por el estilo".

Aquella noche, con el tren rodando hacia el profundo y negro Sur, me senté en el comedor con un mantel blanco y con mi cubertería de acero inoxidable pulido. Con aquellos mesoneros, algunos todavía de chaqueta blanca, charlando de béisbol y jugando a las cartas por un lado y otro, pasamos una bella jornada.

Finalmente, la conversación recayó sobre el béisbol de color y lo que podrían hacer jugadores como Satchell Paige, Josh Gibson y tantos otros, en el caso de que se rompiese su línea de trabajo.

Era algo que me concernía, por lo que dije: "Tengo dieciséis años; espero que tenga por delante años y más años de deporte, si tengo suerte; espero que un día podremos jugar con los blancos en plan de igualdad. No tengo duda de que sería una cosa maravillosa. Por lo que he visto, hay blancos bastante peores que muchos de los de mi liga. Tratemos y esperemos que ese día llegue. ¿Cuándo? no lo sé. Lo único que sé es que mi deber ahora es ser lo mejor posible y esperar".

Entrenar en Nashville no era comparable a lo que había conocido con los Dodgers en Vero Beach. En las Grandes Ligas, la primera semana se pasa entrenando muy duro y poniendo las piernas y las manos en la mejor forma.

Pronto aquellos muchachos eran tan fuertes como el acero y tan flexibles como la goma. Realmente nunca dejaban de jugar incluso terminada la temporada. Yo no sabía gran cosa del béisbol de Cuba, Puerto Rico, Venezuela y México, pero no tardé mucho en enterarme.

Nunca olvidaré la parrillada que dio el propietario de nuestro club, Tom Wilson, en su granja, unas veinte millas de Nashville. Fue una fiesta extraordinaria. Cuando regresamos, creí que mi estómago iba a estallar. Como dependía de lo que mi madre me mandaba, nunca tenía más de seis o siete dólares por semana y una tira de estampillas con el aviso de que no dejara de escribir a casa.

Aquella primavera jugamos una serie de partidos de exhibición en Nueva Orleans. Cuando no estaba jugando, me sentaba a observar y a tomar notas mentales de cómo jugaban los mejores catchers y de la forma en que ponían su cuerpo.


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Roy Campanella con el equipo "Baltimore Elite Giants", de las Ligas Negras, en 1941. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

Jugar con los Elites aquel verano fue lo más grande. Los grandes viajes en autobús eran todavía una broma. Los pueblos nuevos y las grandes ciudades eran siempre descubrimientos. Para un muchacho de dieciséis años, jugar en Louisville una noche y en Filadelfia la otra, era vivir lo más parecido a una gran Liga. Algunos de los otros, especialmente los viejos jugadores, estaban fastidiados por los viajes largos, los hoteles impersonales y los grasientos restaurantes y, sobre todo, cuando tenían que dormir en los autobuses, mientras cruzábamos errabundos, el país. Para mi era excitante; no sólo excitante. A medida que avanzaba la temporada, empecé a compartir la receptoría mitad y mitad con Mackey; en vez de distanciarse a medida que yo progresaba, me dio lo mejor que tenía en conocimientos. Yo estaba haciéndome un catcher distinguido, haciendo lo correcto, en el momento adecuado, sin pensar en ello. Biz me ayudó sobre todo a ser suave y flexible en la jugada.

En la temporada siguiente, Tom Wilson decidió que yo estaba preparado para encargarme solo del puesto; pasó a Biz Mackey a los "Newark Eagles", un equipo que unos años después tuvo una estrella llamada Don Newcombe, como pitcher.

Con mi promoción a la categoría superior, recibí 30 dólares más por mes. Ya estaba, pues, ahorrando 120 dólares por mes.

Durante la Liga, mi capacidad de buen trabajo empezó a darme un prestigio. Aquel verano actúe en un solo día dos dobles juegos completos. Uno de ellos fue en Cincinnati, un domingo por la tarde y aquella misma noche en Middletown, Ohio, hice el otro. Tres hot-dogs y tres botellas de fresco fue todo el “combustible” que necesité para aquellas hazañas.

Gracias a mi buena participación, los Elites ganaron tres juegos, de cuatro.

Aquello era un equipo. Nunca olvidaré aquellos días. Jim West era el primera base, Sammy Hughes estaba en la segunda; Pee Wee Butts en la grama corta y Felton Snow, que más tarde sería el director del equipo, en la tercera; el outfield, Henry Krimbough y Zolley y Wright. Reggie Clark compartía la receptoría conmigo. Además de Bird, teníamos a Andrew Porter, Jonas Gaines, Boo Griffin y Bill Glover como pitchers. Después de que Mackey fue transferido, Georges Scales pasó a ser el manager.

Entonces llegó la nieve; era como una llamada para la mayor parte de los Elites, los campeones, para ir a jugar a los trópicos durante aquel infierno.

Tuve una oferta para jugar con los Caguas de Puerto Rico, durante la Liga de Invierno. A mí me interesaba; no sólo iba a jugar a mi gusto, sino que también ganaría mucho más que en cualquier otra ocupación cerca de casa. Fui allá con dos compañeros de equipo, Lennie Pearson y Billy Bird. Era mi primer viaje por vía marítima y lo gocé. Conseguí ocho jonrones aquel invierno y superé a Buck Leonard, un veterano de la liga negra, primera base, robusto como un roble. Antes de esto, el que más había obtenido en una temporada era Josh Gibson con seis.

Aprendí a hablar algún español en Puerto Rico. No tanto por razones sociales como por propósitos deportivos. Pocos pitchers latinoamericanos hablaban inglés.

Aquel invierno marcó mi vida para los seis años siguientes: Baseball durante el verano en los Estados Unidos y baseball en el trópico cada invierno. Jugaba cincuenta de cada cincuenta y dos semanas. Con los Elites mi paga alcancé a los 150 dólares mensuales.

Hacía como unos diez que había empezado a pensar en mujeres. Nunca fui un aficionado a las faldas. Nunca se me ocurría decir nada cuando estaba entre muchachas. Además, no tenía tiempo para romances, porque siempre estaba ocupado con mi trabajo. Pero conocí una hermosa muchacha en Filadelfia al regreso de la temporada. Vivía en el vecindario y habíamos sido compañeros en el colegio. Empezamos a vernos cada vez más. Se llamaba Bernice Ray.

Pese a que éramos ambos jóvenes, decidimos casamos. Era el año 1939. Yo tenía un empleo, estaba ganando dinero y decidimos dar el paso. Cuando llegara la hora de que yo me fuera, ella quedaría con su familia. No habíamos pensado en tener nuestra propia casa.

Joyce nació al año siguiente. Después vino Beverly, un año más tarde. Yo estaba lejos de casa la mayor parte del tiempo. Cuando no estaba jugando en la Liga Negra, estaba en la del Caribe. No era el candidato para un buen matrimonio. ¿Qué se puede decir sobre un matrimonio que no resulta? Nos pusimos de acuerdo para llamar a las cosas por su nombre. El divorcio llegó algunos años más tarde.

Tenía casi diecisiete años cuando Hitler marchó sobre Polonia. Era Septiembre de 1939. Todavía puedo oír a los muchachos de Baltimore que vendían los diarios gritando: "iextra, extra! Hitler acaba de invadir Polonia". A mí no me decía eso gran cosa, pero varios de los compañeros más viejos empezaron a rodar los ojos.

"¿Qué va a ver lo siguiente?" dijo Felton Snow. “Espero que no nos veamos mezclados en esa cosa". Unos dieciocho meses más tarde recibí el aviso de conscripción.

Me encontraba en Hot Springs, Arkansas, entrenando con los Elites. Los Estados Unidos no estaban todavía en guerra, pero los muchachos fueron siendo llamados cada uno de su lugar. Regresé a

Filadelfia y por el camino venía preguntándome qué clase de servicio me iría a tocar. Siendo un hombre casado con dos niños, no era un sujeto para un leva temprana. Pero si el Tío Sam me necesitaba. estaba listo para hacer lo que tuviera en mente. Mi oficina de conscripciones estaba en mi viejo vecindario, entre los bomberos y el 22 de Hunting Park Avenue; no tuve problemas para pasar el examen físico y me dijeron que esperara una llamada entre 60 y 90 días.

"¿Puedo seguir jugando béisbol, mientras no soy llamado?".

 "Sí, pero háganos saber dónde se encuentra en todo momento".

Regresé a los Elites. Un mes más tarde me llamaron y me dijeron que el béisbol se había acabado: tomé un “empleo” en la planta de defensa.

"Sólo sé jugar al béisbol. No tengo ningún oficio“, dije. Aquello no importó. Me dieron un trabajo en la planta Bendix de aviación en Filadelfia como portero. El sueldo era de 40 dólares al mes. Dos semanas fue todo lo que pude aguantar. Me fui a la oficina de nuevo:

"Me dijeron que me iban a dar un empleo en la defensa", me quejé; “¿Le llaman a esto un empleo en la defensa?, ¿A barrer la planta?".

"Pero no tenemos nada mejor para usted por ahora” dijo el hombre principal allí.

"Entonces déjenme seguir jugando al béisbol, contesté. Aquellos hombres se pusieron a pensar juntos y finalmente me dijeron que me fuera al club, pero que me mantuviera en contacto constante con ellos".

PARTE II Yo cantaré de Alegría


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Roy Campanella disfruta compartiendo sus enseñanzas a los niños mexicanos del equipo Campeón Mundial "Monterrey". (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

Regresé al club y esta segunda vez no me preocupé para nada de la llamada ni de nada parecido... sólo del béisbol. La oficina se enteró de donde estaba sin tener que enviarles postales desde cada ciudad. 

Estaba funcionando bien; fui nominado para el todos estrellas, para el juego anual contra el Oeste. Lo jugamos en el Comiskey Park de Chicago.

Saliendo de Chicago después del juego, me dieron un periódico y leí mi nombre en letras grandes y negras. Decía: “Campanella seleccionado el más valioso”.

La historia fue así: "Roy Campanelia, joven catcher de los Baltimore Elite Giants, ha recibido el codiciado trofeo de oro como el jugador más valioso en el juego de Estrellas que el Este ganó aquí hoy por 8 a 3. Campanella, jugando su primer año en el clásico, se quedó con toda la atención del público, opacando a sus viejos compañeros con un brillante despliegue de juego de la mejor calidad.

En el bate, donde es un terror en la Liga Nacional, consiguió un solo hit de 5 turnos contra el quinteto de pitchers del Oeste, pero sus cuatro fallas fueron más que compensadas en el noveno, cuando conectó un hit al gran Satchell Paige el único de éste, en los dos innings que el famoso monarca de Kansas City lanzó.

"La gran parte de Roy en la gloria, sin embargo fue su gran fildeo, que lo consagra como el favorito entre los fanáticos y entre los periodistas que lo votaron para, el troteo sobre Buck Leonard, Hilton Smith, Manuel Martínez, y Billy Horn, que también figuraron alto entre los votados".

"Campanella llenó de gloria el trabajo de los orientales”.

Todavía conservo el periódico en casa, junto con el trofeo, que guardo junto con los demás trofeos y recompensas que obtuve en mi historia.

Aquel otoño regresé con el equipo al Caribe, a Puerto Rico y a Caguas, una ciudad interior a veinte millas de San Juan. En 1941, Caguas era una ciudad de alrededor de 20.000 personas. Hoy tiene 100.000. Un jugador negro, jugando béisbol negro en los Estados Unidos, no llega a vivir como un rey, pero no vive mal. Con los Elites no estábamos en ninguna ciudad lo suficiente como para tener tiempo para pensar en el lado malo de esas ciudades. Sabíamos que estaba allí y, de hecho, muchos de nuestros compañeros de equipo procedían del arroyo de los suburbios de las grandes ciudades; el jugar béisbol era una manera de superarlo y de pasar a algo mejor.

Después de todo, nosotros éramos espectáculo. Estábamos allí para darles un espectáculo a nuestras “clientes”.

No me refiero a la clase de payasada que hacían los Harlem Globetrotters con su baloncesto. Nosotros solamente jugábamos tan bien como sabíamos. Siempre éramos solicitados para juegos de exhibición, cuando estábamos de gira. Competíamos contra equipos de color y blancos. Teníamos algunos jugadores excelentes y a aquellos clubs incipientes les encantaba jugar contra nosotros.

Puerto Rico esta lejos de Brooklyn, la patria de los Buschwicks, pero allí los fanáticos son tan fanáticos como en el sitio mejor. Mucho antes de los años cuarenta, el interés de Estados Unidos, en el azúcar de la isla llevó allí la afición. En 1941, la liga de invierno de Puerto Rico estaba compuesta de ocho equipos de otras tantas ciudades. En San Juan, los domingos se reunían multitudes de más de 15 mil personas. Habían equipos de San Juan y de Santurce, suburbio de San Juan. Yendo de San Juan hacia el Oeste, siguiendo la costa de la isla, en Aguadilla, Mayagüez, Ponce, Guayama y Humacao y,  el finalmente, hacia el sur de y San Juan, entre él y Guayama, está Caguas, la ciudad que mi equipo representaba.

Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Roy Campanella vistiendo el uniforme del Caguas de Puerto Rico. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

Los portorriqueños conocen su béisbol. Jugaron durante muchos años y durante los inviernos ven mucho y excelente béisbol. A fin de tener la liga más o menos balanceada, acostumbraban a contratar a 3 norteamericanos en cada uno de los 8 clubes. Y éramos transferidos, como en los Estados Unidos, lo que tendría a mantener la olla hirviendo. Durante la semana no había juegos; solamente practicábamos. Pero los domingos había siempre juegos por la mañana y por la tarde en cuatro de las ocho ciudades de la liga.

Con una temporada de alrededor de cuatro meses y medio, esto daba un aproximado de cuarenta juegos para cada equipo.

En Caguas, yo compartía un bello apartamento con otros dos muchachos: Lenny Pearson de los "Newark Eagles" y Bill Byrd de los "Baltimore Elites". Nuestro equipo era el Rey del Azúcar, y éramos propiedad de la Azucarera Oriental. Santurce era propiedad de la Shell Oil. La compañía Don financiaba al club San Juan. Satchell Page era el gran show en Puerto Rico en aquellos años. Pitcheaba para Guayama y siempre llenaba el estadio todos los domingos en la ciudad en que jugaban, porque los fanáticos querían verlo lanzar.

Caguas es una ciudad azucarera. Aquel invierno del 41 cubrimos la isla de buen béisbol. Viajábamos en carro. Los sesenta nos apilábamos en cuatro automóviles y así no movíamos. Regresábamos a Cagua cada noche. Aquello no era malo. Después de todo, la isla no tiene más que cien millas de largo por cuarenta de ancho. Humacao, en la costa oeste, es un apéndice de Playa Humacal donde amarran los barcos del azúcar. Está a quince millas de Caguas y tiene la playa al lado. Yo me divertía mucho siendo un playero. No hay agua verde y azul más hermosa en ningún lugar del mundo que en el Caribe. Di que había tiburones no lejos de tierra, pero no le puse mucha atención...

Un día en que estaba yo nadando, feliz de estar en Puerto Rico y de ser un jugador de béisbol de éxito, algo rozó mis piernas, iTiburones! Salí en línea recta hacia tierra. iNo sabía si nadar o correr sobre las olas! Aquel monstruo me curó de la manía de ir a la playa, al menos para nadar.

Puerto Rico tiene varios clubs de yatch elegantes. Pasé bastante tiempo admirando la elegancia de aquellos yates entrando y saliendo de la bahía, sin atreverme a soñar qua algún día tendría uno de mi propiedad.

EI 7 de diciembre, un domingo, estaba leyendo un periódico en español y oyendo la radio cuando el locutor cortó de repente y dio un boletín: los japoneses habían bombardeado Pearl Harbor. Me preguntaba dónde estaba Pearl Harbor; más tarde lo comenté con los compañeros; resultó que era nuestra gran base naval en Hawaii.

Aquel domingo le ganamos al equipo de Santurce los dos juegos. Lo pasamos mal en el viaje de regreso a los Estados Unidos. No había vuelos a Nueva York por aquellas fechas; solo barcos, y costó trabajo conseguir los pasajes. Lenny Pearson y yo conseguimos finalmente comprarlos. Embarcamos en el “Coamo” en San Juan; formaba parte de un convoy que iba a la costa este. Se sospechaba que había submarinos alemanes en aquellas aguas. Tuvimos una horrible tormenta y nos llevó 7 días el viaje. No fue un crucero de placer. Un día, estábamos cerca de la costa de Virginia, cuando de repente el "Coamo" se salió del convoy y se dirigió hacia tierra; se trataba de evadir a un submarino que estaba en las proximidades. Rápidamente un destructor salió a toda máquina hacia el área y arrojó bombas de profundidad; no sé si le dio a algo, pero eran dignas de ver las nubes de agua que levantaban aquellos cartuchos de TNT. Nos escoltaron cuatro torpederos hasta Nueva York, donde el "Coamo" atracó en los muelles de la naviera Bull. Nunca fui tan feliz al pisar East River.

Me llamaron para incorporarme y me mandaron esta vez a un auténtico puesto de defensa: una fábrica de tanques de guerra. Mi compañero, que manejaba un martillo como el mío se descuidó y dejó su brazo hecho pulpa en el lugar. Pedí que me trasladaran "porque tenía esposa, dos hijos y una carrera de béisbol". Me mandaron finalmente a la planta de ensamblado. Antes de la primavera de 1942 me llamaron y me dijeron que podía regresar al béisbol. Me reuní con los Elites en Nueva Orleans. Aquel verano recibí un cable de la Federación Amateur de Béisbol de Cleveland invitándome a jugar en el Black All Star para una competencia benéfica, en Cleveland. Me pagarían doscientos dólares (más que la paga de un mes con los Elites). Era para una buena causa: con los beneficios se promovería el béisbol en Cleveland.

Fui a ver a Tom Wilson para pedirle permiso. ¡Por poco tumba el techo con las voces!

"Pero Campy ¿qué te crees que es esto? Una casa de beneficencia o un equipo de béisbol?".

Finalmente, otro compañero, invitado, y yo, nos fuimos pese a la amenaza de multa que Tom nos había hecho. No eran de desperdiciar doscientos dólares.
Cuando regresamos, nos llamó y nos dijo: “Muchachos, han hecho una excursión demasiado cara. La sanción será de 250 dólares”.

Como me negué a pagar ni un nickel, Tom me relegó a tercera base.

Cuando regresé a Baltimore, pensé que quizás Tom se habría olvidado de la multa, pero no fue así. No jugué en la semana siguiente y estaba pensando en irme, cuando llegó un telegrama firmado por un hombre llamado Jorge Pasquel, desde México.

"HE OĺDO HABLAR DE SUS DIFICULTADES CON EL DUEÑO DE SU CLUB, TOM WILSON. ¿QUERRĺA CONSIDERAR LA POSIBILIDAD DE TERMINAR LA TEMPORADA EN LA LIGA MEXICANA? STOP SU PAGA SERĺAN CIEN DÓLARES POR SEMANA MAS LOS GASTOS STOP FAVOR RESPONDA PRONTO STOP JORGE PASQUEL".


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Roy Campanella vistiendo el uniforme de los "Sultanes de Monterrey" de la Liga Mexicana de Béisbol. Foto: Domínguez. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

¿Querría? iTomé el primer tren a Filadelfia y a primera hora de la mañana siguiente hice una visita a mi oficina de reclutamiento! Les expliqué la situación. Me dijeron: “manténgase en contacto con esta oficina desde que llegue a México y que tenga buena suerte".

Me reuní con la gente del club y en un carro viejo y destartalado nos encaminamos hacia Monterrey, a donde llegamos después de una noche de viaje en la que casi nos matamos contra una vaca que cruzó la carretera.

Llegamos a Monterrey a la mañana siguiente temprano. El manager de nuestro equipo era Lázaro Salazar, un cubano, tenía problemas con los hitters y los pitchers. La liga consistía en ciudades como Chihuahua, México, Puebla, Veracruz, Monterrey y otras.

Me metí de lleno en el asunto.

Los pitchers mexicanos no son altos en su mayoría, pero sí hábiles. Monterrey estaba en el quinto lugar cuando llegué. Me ayudó mucho el español que aprendí en Puerto Rico. Aquellos pitchers sabían de qué estaba hablando yo  y después de mi periodo de rodaje con ellos, también yo comprendía de qué hablaban.

Eran los comienzos de octubre y casi había olvidado las series mundiales en Puebla. Es una pequeña ciudad en lo alto de las montañas y la llaman “la ciudad de las iglesias”. Es una ciudad realmente hermosa y Dios debe estar satisfecho de lo que se han tomado la molestia de hacer para Él.

Como decía, jugamos contra Puebla y ganamos. Habíamos terminado, me vestí rápido y salí a la oficina con mi viejo radio portátil. De repente capté una emisora que transmitía las series mundiales; se trataba de los Cardenales y los Yankees.

Fueron las series en que Johnny Beazley ganó dos juegos para los Cardenales. Después de haber perdido el primer juego, St. Louis derrotó a los Yankees barriendo los siguientes cuatro. Era la primera vez en que los Yankees perdían en una serie desde el año 1926, en que también les ganaron Monterrey terminó segundo aquel año. La gente de allí apreció mi trabajo y me pagaron cada dólar de mi contrato. Antes de que me volviera a casa, nuestro manager, Salazar, me dijo que tendría noticias de él. Aquel invierno iba a dirigir el equipo Marianao en Cuba y quería que fuese su catcher. Le contesté que estaría interesado al “precio justo”. Como muestra de aprecio, el Sr. Pasquel, el dueño de toda la liga mexicana, me brindó el pasaje de regreso a casa en un vuelo desde México a Filadelfia directo.

Jugué el invierno del año 1942-1943 para Salazar en Cuba y gocé cada día de él. Ya casi me había olvidado de los Elites de Baltimore. Aquella multa de 250 dólares todavía estaba allí impagada. Ahora ganaba unos 400 al mes, prácticamente durante todo el año, y había llegado al punto en que mi español era casi tan bueno como mi inglés. Me sentía como un nativo en el invierno en Cuba y en el Verano en México. Fue por lo que volví a Monterrey. Aquella temporada de 1943 fue realmente buena. Monterrey se convirtió en un excelente club juntando fanáticos y dinero. No sólo eso, ganamos nuestro primer campeonato aquel año. A sus 43 años de historia, Salazar debería hacerse presidente, senador, o algo importante en el gobierno. Pero en vez de eso, fiel a su sangre cubana, regresó a Cuba mientras yo recibía una buena oferta para volver a Puerto Rico; esta vez con el Santurce, con el equipo de Luis Olmo de la Shell.  


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Los grandes jugadores Roy Campanella y Quincy Trouppe, vistiendo el uniforme del equipo "Cangrejeros de Santurce", de la Liga Invernal de Puerto Rico. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

Cuando regresé a Filadelfia en la primavera de 1944, para pasar unos días con mis parientes y con mis niños, traté de ir en verano a México otra vez, pero un día recibí una llamada desde Baltimore. Era Tom Wilson; me dijo que quería olvidar y perdonar. Es decir, que si yo perdonaba, él olvidaría aquella vieja multa de 250 dólares. Necesitaba tanto un buen catcher, que estuvo dispuesto a pagarme 3.000 dólares por la temporada de seis meses, más un bono de 300, si el club iba bien. Ambos fuimos bien aquel año... el club y yo. Cobré aquellos 3.000 dólares y los 300 restantes después de las temporadas de 1944 y 1945.

En la primavera de 1942, fue cuando empecé a oír rumores de que se le permitirla a los negros participar en el béisbol organizado. Con la guerra en marcha y la escasez de jugadores.

Surgía alguna agitación en pro de la admisión de los negros en las ligas mayores. No le di importancia a todas aquellas habladurías. No había barreras en la guerra, pero sí en el béisbol organizado.

Tenía alguna fe en que aquella discriminación caería algún día, por lo menos durante mi vida deportiva. Durante mis 6 años en el béisbol profesional, jugué contra casi todos los estrellas blancos en competiciones de después de temporada, siempre de exhibición; lo hice bien en estos juegos. Pero la línea de color no tenía en cuenta el talento de un jugador de color. No me hacía ilusiones; yo era un jugador de color y ganaba todo el dinero que podía, pero la participación en el béisbol organizado me parecía tan lejano como Siberia.

Por eso me sorprendió tanto una llamada a mi puerta del hotel. Un día entró un sujeto. Antes de presentarse, dijo: “¿qué le parecería jugar con los Piratas de Pittsburgh?" De momento no entendí y tuve que preguntar de nuevo. Finalmente le dije "¿Por qué no?".

Los Elites de Baltimore jugaban en Nueva York. Como de costumbre, estábamos en el hotel Woddside. El tipo vino a decirme que se había puesto de acuerdo con el club de Pittsburgh para llevar 3 hombres. Escogió así: el primero, yo después Dave Barnhill —un pitcher de los cubanos de Nueva York y Sammy Hughes, que jugaba como segunda base con los Elites.

"Pronto recibirá una carta de William Beswanger, presidente de los Piratas", dijo el tipo. “Le dirá cuándo reportarse".

Y el hombre se fue.

Reconozco que me impresionó. El hombre parecía sincero. Parecía también autorizado. Dijo que era periodista y que todo estaba siendo arreglado por su periódico, el "Daily Worker". Yo ni tenía idea, por entonces, de que se trataba de un periódico comunista. Esperé, pero las semanas pasaban y no llegaba ninguna carta; entonces olvidé la idea y me puse a trabajar como si nada hubiese pasado.

Una mañana llegó una carta. Era del club de Pittsburgh. Comenzaba con los intentos del "Daily Worker" de hacerme una prueba, pero ponían tantas condiciones, que me desanimé antes incluso de terminar de leer la carta.

Fue un sábado por la mañana en Nueva York. Me sentía solo y extraño como puede sentirse cualquier sujeto de 40 años en una gran ciudad que desconoce. Me había hecho amigo del bate de los Crawfords de Pittsburgh, que estaban en el mismo hotel. Paseamos; a unas pocas cuadras del YMCA, donde nos paramos a jugar una partida de ping pong, este muchacho reconoció a dos muchachas que caminaban hacia nosotros. Me las presentó. Una era Ruthe Willis.

Me contó que jugaba basket-ball...y que no lo hacía mal. Pensé que estaba bromeando. Pero no tardé en darme cuenta de que era una atleta. Hasta hace poco, tenía un equipo de basket en Glen Cove.

Durante un tiempo, llamé a Ruthe cada vez que el equipo pasaba por Nueva York. Durante un tiempo dejamos de vemos porque yo andaba por todo el país con los Elites.

Volvimos a juntamos en 1944. Fue mientras los Elites jugaban en Nueva York. Recordaba donde vivía, y la llamé. Afortunadamente estaba en casa y me dijo que sí, que le gustaría verme. Aquella noche fuimos a cenar juntos. Después jugamos bolos; me ganó.

Comenzamos a vemos mucho otra vez. Ella era divorciada. Durante la guerra trabajó como secretaria y como enfermera. Nos casamos a comienzos de 1945. Alquilamos un apartamento en Baltimore.


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
La estrella de béisbol Roy Campanella, de los Dodgers de Brooklyn, ejemplo de lucha ante la adversidad.

Ruthe se dio cuenta de que algo me estaba preocupando una noche cuando volvía de hablar con el señor Branch Rickey. Quiso que se lo contase. Se trataba de que él estaba preparando un nuevo equipo, los Brown Dodgers, y quería que participase en él. Había pasado una semana de mi entrevista con el hombre y yo estaba en la entrada del hotel Woodside; tenía cosas mas importantes de que ocuparme que de recordar la visita a la oficina del Sr. Rickey. Estaba preparándome para un viaje a Caracas, Venezuela, para jugar con un equipo llamado American All Stars. Íbamos a jugar como unidad durante varias semanas y después nos separaríamos. Algunos de nosotros yo incluido, jugaríamos con algunos equipos venezolanos de Liga, durante el resto del invierno, y los otros regresaron a los Estados Unidos.

Entre los que pensaban en una breve estadía en Caracas estaba un muchacho fuerte elegante y robusto de los Monarchs de Kansas City. Era nuevo en la liga, solamente llevaba un año y se llamaba Jackie Robinson. Yo no lo conocía bien. Lo recordaba como un buen jugador que podía fildear y correr como un diablo.

Robinson estaba en la otra Liga —la Americana— pero yo había jugado contra él en dos ocasiones en los juegos de estrellas en Chicago durante el verano y en Baltimore a finales de la temporada. Recuerdo aquel juego en Baltimore muy bien. Los compañeros hablaban de aquel Robinson, antes del juego. Un par de ellos lo habían visto en un juego contra los Homestead Grays, de Josh Gibson, la noche anterior en Washington y Robinson bateó de 4-4.

Lo conocí en el hotel, bromeando sobre el partido que peleamos con furia el día anterior y lo invité a jugar cartas en mi habitación. Cuando terminamos la primera mano, saqué un cigarro y lo encendí; él dijo que no fumaba "Oí decir que estuviste la semana pasada a ver al Sr. Rickey" dijo cuidadamente.

La sorpresa se pintó en mi cara. Sí, es cierto, ¿Cómo lo supiste?

-Estaba por allí, casualmente, dijo "¿Qué sucedió?"

"No mucho; charlamos. o mejor dicho, lo hizo el Sr. Rickey. Es el charlatán más grande que he visto".

¿Firmaron?

¿Quieres decir si firmé para jugar con él?

"No, no lo hice. Le dije; que no firmaré con otro club para la temporada próxima, pero le hice saber clarito que no quiero firmar con ningunos Brown Dodgers, porque soy una estrella consagrada en nuestra Liga, lo que me ha costado un montón de años y no voy a arriesgarlo todo por una oportunidad en algo que empieza y que puede no prosperar. iNo señor, yo no!".

Luego me contó, en mucho secreto, que al día siguiente firmaría para jugar con Montreal; estaba transfigurado de felicidad, eso significaba que la barrera que me separaba a los negros de las grandes ligas de béisbol organizado, ¡estaba a punto de caer! Lo felicité y le desee toda la suerte del mundo.

Estuvimos de vacaciones en Pearl Harbor y en Hiroshima. ¡Recordando y pensando en aquellas tragedias, siento lo maravilloso que es estar vivo! y para decir la verdad, no pensé seguir estándolo durante aquellos primeros días pasados en el Cove Hospital, después del accidente.

El pasillo del hospital estaba abarrotado de periodistas y reporteros de Nueva York y Long lsland.

Mr. O'Malley llegó al hospital en la mañana, mientras me operaban. Una hora después se había ido. Él y el Dr. Sengstaken tuvieron una conversación y después se reunieron con los reporteros.

O'Malley dijo: “Fue una larga operación. El Doctor y su equipo hicieron un buen trabajo. Roy lo aguantó bien. El pronóstico es esperanzador. La espina dorsal no está dañada, pero hay una fractura definitiva de cuello".

"¿Qué posibilidades tiene Roy de poder seguir jugando?" preguntó un periodista.

O’Malley contestó: “Estoy más preocupado ahora por su bienestar que por el tiempo que tarde, o las posibilidades que tenga de jugar en el futuro".

Le preguntaron también al doctor y contestó que era demasiado pronto para saberlo y que todavía no era determinable si la parálisis iba a ser permanente.

Los cien números más después del accidente fueron los peores de toda mi vida. Todo ese tiempo lo pasé en la cama sin poder moverme, si se exceptúan las manos, y éstas solamente un poco.

Durante siete semanas, estuve tumbado en cama en la misma posición.

Pensé que iba a morir... y casi sucedió. Honradamente, no me hubiera importado mucho.

Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Roy Campanella es abrazado por su compañero y amigo, el gran lanzador Don Drysdale. Ambos jugadores son miembros del Templo de los Inmortales de Cooperstown.

Tres días después de la operación agarré neumonía. Mi única necesidad era respirar. Tuvieron que cortar un agujero en mi cuello para qua pudiera respirar. Mis pulmones estaban congestionados y tuvieron que poner un tubo en mi garganta para que la mucosidad pudiera ser extraída de mi pecho. El nombre médico de esto es traqueotomía. Mi pulmón izquierdo se había colapsado, aunque yo no lo sabía. Tuvieron qua darme oxígeno para estimular mi respiración, como se hace con las personas que se ahogan.

Era un espectáculo; yo estaba lleno de tubos por todas partes.

Dios se compadeció de mí y me ayudó a salvarme; vencí la neumonía y salí adelante. Fue la segunda vez que me vi al borde de la muerte. La otra fue cuando estaba botado dentro de aquel carro con el motor en marcha y la gasolina fluyendo del tanque roto. Una sola chispa, habría muerto quemado allí dentro sin remisión. El 5 de febrero, una semana después del accidente, quitaron los tubos de mis brazos y pude comer algo sólido. No lo que sabe bien. Nada sabía a nada; pensaba que hubiera sido mejor haber muerto.

Era “una cosa" inválida. Tenían que estar pendientes de mí como si se tratase de un muchacho. Tenía tres enfermeras durante el día, turnándose y eran maravillosas. Les estoy muy agradecido, porque no pudieron hacer más por el viejo Campy. Mantuvieron mi cuerpo en perfecto estado. También había un masajista que venía al final del día y trabajaba en mi cuerpo durante cinco horas.


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Roy Campanella es trasladado discretamente por el monta-carga trasero del hospital para ser llevado al Instituto Rusk. El voluntarioso Roy en otro aspecto de su convalecencia. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

Cada dos horas, era movido de manera qua estuviera alternativamente sobre mi espalda y mi estómago; de esta manera se evitaban las úlceras y los problemas circulatorios e infecciosos. Mi mundo se alternaba entre techo y suelo.

No quería ver a nadie, y que nadie me viese, en el estado en que me encontraba: Lleno de tubos por todas partes y con la cabeza afeitada.

Pero era en la oscuridad cuando llegaba lo peor. No podía dejar de pensar y de temer, cuando estaba solo. Todo iba bien cuando estaba Ruthe allí hablándome o cuando venía alguno de los médicos y me animaba. Ruthe me traía alimentos que cocinaba en casa y me los daba; no es que la comida del hospital fuese mala. No tenía mucho apetito y quería su comida.

Pero de noche, cuando estaba solo durante todas aquellas interminables horas, no podía parar de pensar en lo peor; difícilmente conseguía tener una noche de sueño completa. No podía luchar contra el miedo.

¿Qué iba a ser de mi? ¿Iba a morirme? Si vivía. ¿Quedaría paralítico? ¿Iba a tener que seguir siendo bañado, afeitado y vigilado constantemente?

Me acordé de mi Biblia. Le pedí a la enfermera que la sacase de la gaveta de la mesilla y que la abriese en el Salmo 23.

"El Señor es mi pastor...".

Desde ese momento empecé a recuperar el ánimo y supe que iba a superarlo. Dejé de sentir autocompasión. Estaba en muy mala situación, pero sabía que el buen Dios me iba a ayudar.

Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Roy Campanella es saludado cariñosamente por Pee Wee Reese, Don Newcombe, Jim Konstanty y Luke Appling en el Yankee Stadium. Año 1963.

Es algo absolutamente hermoso el tener a Dios al lado. Me levantó tres veces desde el accidente. Yo soy un hombre feliz y agradezco a Dios el estar vivo.

Fue un campeonato; el más grande que jugué. Estaba decidido a ganarlo. Sabía que tenía una larga y dura pelea ante mí, pero ya no tenía miedo. El iba a ayudarme, si estaba decidido a ayudarme a mí mismo. Estaba deseoso de hacer todo lo necesario para vencer aquella situación.

Lo comparé con el béisbol. Cuando se está en dificultades, uno no tiene que tener lástima de sí mismo; es cuando hay que intentarlo con más fuerzas.

Sin fe no hay esperanzas. Rezo cada día ahora, como lo hice cada día de mi vida. Acostumbraba a rezar antes de cada juego. No pedía la victoria. Pedía que pudiera hacerlo bien y que no me lastimase. No creo que Dios me haya dado la espalda.

Durante un tiempo, mi estado fue estacionario. No hubo comunicados del hospital durante un mes. Pero el 19 de febrero, tres semanas después del accidente, salió el primer boletín. No era estimulante. “No hay cambios en la parálisis del paciente. Su sistema muscular no muestra cambios desde su entrada al hospital".

Entonces vino algún progreso, aunque muy lento. Mi infección pulmonar empezó a disiparse. Después vino el día en que quitaron todos aquellos tubos y yeso de mi cabeza. Pero me di cuenta de que sufría claustrofobia.

Pusieron una máscara de plástico en mi cabeza y hombros, para tenor mi cuello rígido; la parte de la cara tenía pequeños huecos para que entrase el aire y para que pudiera ver. Solamente la aguanté unos minutos.

"iDios mío, me asfixia; quítenme eso —grité— me oprime, me oprime!".

Me lo quitaron y me buscaron en una casa de ortopedia algo más tolerable. Esta vez era una cosa parecida a una máscara de catcher.

Por lo menos tenía huecos para los ojos y la boca y no me sentía encerrado dentro.

El siete de marzo dieron a la prensa un boletín más estimulante:

"Roy Campanella muestra alguna mejoría. El rendimiento de sus músculos ha mejorado. Su estado general mejora lentamente y su sensibilidad ya alcanza a la parte alta del abdomen...".

Su condición médica general sigue satisfactoria. La infección pulmonar ha desaparecido totalmente; el tubo de la traqueotomía sigue todavía en su lugar, sobre todo para la limpieza de mucosidad, ya que el reflejo de tos no es fuerte todavía como para que pueda asegurar la limpieza bronquial. Le han sido sacados los implementos de la cabeza, pero su cuello todavía no puede moverse. Las vértebras están en buena posición y mejoran. Se está empleando un sistema que permita rotar el cuerpo para poder ser aseado y para cambiarlo de posición periódicamente. Se ha comenzado la fisioterapia, para darle ejercicio a sus brazos y piernas.

"Ve televisión, escucha la radio y podrá recibir visitas en un futuro próximo. Sigue atentamente las actividades de su equipo".

Empecé a hacer mis propios ejercicios por primera vez. Una barra especial de hierro fue colocada a través de la cama sobre mi cabeza; era un ejercicio muy bueno para mi pecho y para los músculos de mis brazos. Ya era capaz de hacer de veinte a veinticinco flexiones al día. Estos ejercicios devolvieron la fuerza a mis brazos. Empecé a poder leer y a manosear una bola de goma, lo que resultó muy bueno para mis manos y brazos.

Al principio, no podía hacer nada; pero después, al poder ponerme sobre la espalda, ya podía leer yo mismo los periódicos, en vez de que lo hiciesen las enfermeras.

Un día sucedió algo que me hizo sentir muy orgulloso. Estaba tratando de aplastar la pelota de goma, pese a que no lograba mover los dedos y de repente noté que empezaba a poder hacerlo; pude tomar la pelota en vez de hacerlo pegándola al cuerpo. Era la primera vez, desde el accidente, que lograba agarrar algo.

Fue el día anterior al comienzo de la temporada de béisbol y aquello significó un gran consuelo para mí. El pensar en el béisbol era bueno y malo al mismo tiempo para mí. Durante los entrenamientos de primavera, pensaba en que debería estar en Florida en vez de en la cama durante un ciento de días. Hay una cerca, fuera del comedor de Dodgertown en Vero Beach. Acostumbraba a sentarme allí después del almuerzo y charlar con todo el que lo deseaba.

El poder agarrar aquella pelota era algo maravilloso. Trataba de conseguir más movimiento en mis brazos y piernas. Mientras trataba con todo ánimo de ayudarme a mí mismo, también me animaban los además. Las cartas llovían desde todo el mundo. Nunca me había imaginado que tanta gente conocía al viejo Campy. Gente famosa y corriente. Lo aprecié; me dio un empujón. Cada carta que recibí fue una ayuda.


Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
El siempre sonriente Roy Campanella en su oficina de Nueva York, U.S.A. (Archivo: Hnos. Dupouy Gómez).

Tuve una de Red Skelton, bien larga; por aquellas fechas su hijo también tenía problemas. Era Richard, que después murió de leucemia... Perry Como. Art Linkleter... enviaron telegramas. Recibí muchos, hasta del presidente Eisenhower y otro del vicepresidente Nixon. ¡Piensen en eso!

Los jugadores de los Dodgers me enviaron una bella carta. Era de broma. “¡Si no te das prisa y te levantas, vamos a ir todos allá y nos vamos a meter en la cama contigo!".

También recibí una de los Indios de Cleveland. Cada jugador me envió una carta diciendo que esperaba que me pusiese bien y firmaban con su hombre; pensé que era algo muy hermoso de su parte. Incluso siendo de la Liga Americana. Frank Lane, el Director General de Cleveland me mandó también una hermosa carta.

Recibí una de los Orioles de Baltimore. “Aunque no estás en nuestra Liga, todavía eres un campeón del béisbol".

Recibí una hermosa carta también de los Yankees y Dan Topping, el dueño, me envió una de las más hermosas azaleas que vi en mi vida. La planté delante de mi casa. Branch Rickey, mi antiguo jefe, me mandó una carta maravillosa también. Lo mismo hizo Lou Perini de Milwaukee. Creo que no faltó ningún club.

Junius Kellog estuvo en contacto con Ruthe y se le ofreció para darme toda la ayuda que pudiese. Kellog también pasó por esto. Era un jugador de basket del Manhattan College que quedó paralítico después de un accidente de carro, cuando viajaba con los Harlem Globetrotters.

Yo no podía recibir visitas todavía, pero a mediados de abril, desde que pudieron quitar el tubo de la traqueotomía, le pedía a Ruthe que me trajese a los niños. Esperé hasta entonces porque no quería que me viesen de aquella manera, con un tubo en la garganta.

Pero cuando vinieron, me sentí terriblemente mal. Tuve lágrimas en mis ojos; tenía miedo de enfrentarme con ellos; pero me ayudaron y me animaron.

Me di cuenta de lo tonto que había sido no viéndolos antes. Me hizo feliz verlos. Fue ese hondo sentimiento de ver a los propios hijos. Todo padre lo tiene; pero pienso que se siente con más fuerza cuando nos sucede algo y resultan tan maravillosos ante ello.

Una semana más tarde, mi madre y mi padre vinieron a Filadelfia para pasar un domingo conmigo en el hospital. Sé que se sintieron mal viéndome en aquel estado, pero estuvieron tranquilos y graciosos y disfruté de su visita.
La única cosa que deseo es que la gente no sienta pena por mí.

Me adaptaron el televisor de manera que pudiera verlo desde la cama, mediante unos lentes prismáticos; al principio no quería ni oír hablar del béisbol; tan triste estaba; pero paulatinamente me fui interesando y después ya no podía aguantar mientras no empezaban los partidos.

Lo más deprimente era ver a los Dodger perdiendo. No lo podía comprender. No sabía que eran tan malos.

Empecé a tomar más interés en lo que pasaba en el mundo fuera del hospital. Todavía no se me permitían visitas que no fueran de mi familia o personas muy íntimas. Mr. O'Malley fue uno de mis primeras visitas después de la operación. Mi mente no estaba todavía clara por aquel entonces. No pude verlo, pero le oí decir:

“Campy, soy Walter O'Malley. No te preocupes por nada. Volveré cuando te encuentres mejor”.

No volvió hasta pasado un mes.

Tuvo también un pequeño problema. Tuvo que ir a un hospital para una operación, pero vino a verme tan pronto estuvo libre.

Me dijo: “Campy, todo lo que me interesa ahora es que camines; no me importa si no vuelves a jugar béisbol para mí otra vez. Camina y estaré satisfecho. Otra cosa es que no tienes que preocuparte por tu trabajo. Tienes un empleo con los Dodgers para el resto de tu vida. Si puedes caminas, serás entrenador de los Dodgers a tiempo completo. Si no, trabajarás en la Oficina Principal. Es una promesa”.

Durante todo el tiempo que estuve en el hospital, recibí mi cheque cada dos semanas. Todavía lo sigo recibiendo.

Archivo: Hnos. Dupouy Gómez.
Roy Campanella visitó por última vez el famoso estadio Ebbets Field de Brooklyn, lugar donde brilló como una rutilante estrella, siendo ídolo de la afición de los Dodgers.

A comienzos de Mayo de 1958, llegué al punto en que los doctores del Hospital de Glen Cove no podían hacer más nada por mí. Necesitaba un tratamiento más avanzado.

El Dr. Charles Hayden y Ruthe estudiaron varios hospitales, incluido uno en Italia. Finalmente el Dr. Hayden decidió que lo mejor sería el Instituto de Medicina Física y Rehabilitación del Centro Médico Bellevue de la Universidad de Nueva York. Contactó al Dr. Howard Rusk, quien vino y me examinó; estudió cada pulgada de mi cuerpo. Era el 2 de Mayo.

Finalmente dijo: “Roy no está a punto para nuestro instituto. Como norma, un paciente debe estar más adelantado para que lo aceptemos, pero su estado psíquico es tan excelente que vamos a hacer una excepción; pero acuérdese de esto: Vamos a tener un montón de trabajo duro; va a tener que trabajar más que nunca hasta ahora. A veces se sentirá descontento, desilusionado y hasta desanimado, pero si trabaja duro y con fe, podrá dejar el hospital por sus propios medios. ¿Cree que está preparado para ello?".

Todo lo que contesté fue:

“Doctor, ¿cuándo empezamos?"

El lunes 5 de Mayo fui sacado discretamente hasta el montacargas trasero, subido a un carro y enviado al Instituto Rusk.

Al día siguiente, en una conferencia de prensa, el Dr. Donald S. Covalt explicó a los reporteros mi estado; no era estimulante:

"Campanella sigue siendo un caso cuadrupléjico. Puede mover sus hombros muy bien, pero solo tiene un débil movimiento en sus muñecas y no hay función muscular más abajo de sus brazos.

No es una buena señal. Tendríamos que tener movimientos más progresivos. En este momento creemos que se debe aplicar una terapia tendente a que no se ablanden los huesos. Eventualmente lo tendremos en una silla de ruedas, tiene muy buen ánimo y está ansioso por empezar.

Cuanto movimiento se conseguirá y el tiempo que tardaremos, sería solamente una conjetura. Antes de la segunda guerra mundial, los casos así quedaban condenados a la cama para toda la vida. Actualmente el 75%, aunque paralíticos, vuelven a ser productivos para la sociedad. Campanella tiene el espíritu y los ánimos adecuados. Sin embargo, cuanto más tiempo pasa sin movimiento un cuadrupléjico, menos posibilidades tiene de recuperarse”.

El Dr. Rusk contó a los periodistas que creía que yo estaría en el Instituto por lo menos un año. En diez días tendría que comenzar los ejercicios tendentes a aumentar el ejercicio en mis manos y a inducir el movimiento a mis piernas y otras partes del cuerpo.

La cosa no fue así, sin embargo. Tuve fiebre, catarro, dolores de cabeza, dificultades respiratorias, etc...

No pude salir de mi habitación durante dos meses y siempre estuve en cama. Los pacientes que habían sido admitidos cuando yo entré, ya iban por la silla de ruedas.

No comencé a hacer ejercicios hasta tres meses después de mi llegada. Antes de ir a clases, tuve que aprender a sentarme. Créanme, eso tomó su esfuerzo y su tiempo. Recordemos que tuve que estar acostado boca arriba durante seis meses.

Me enseñaron a sentarme con aparatos ortopédicos que iban obligándome gradualmente a valerme por mí mismo, al tiempo que me acostumbraban al peso de mi cuerpo y me estimulaban la circulación de la sangre.

Después llegó lo más difícil de todo: alimentarme a mí mismo estando sentado. Fue difícil aprender a comer estando tumbado, pero aprender de nuevo a comer sentado fue dos veces más difícil. Colocaron comida en mis manos para que tratase de llevarla a la boca. Pude levantarlas, pero no estaban lo bastante fuertes para hacer todo el movimiento y cuando conseguía todo el recorrido no tenía sentido de la dirección; unas veces ponía la comida en mis ojos, otra en la frente y hasta encima de la cabeza. Cuando conseguí acertar, con la boca, no lograba controlar mis dedos. Llegué a desconfiar de que fuese capaz de alimentarme por mí mismo; le pregunté a las enfermeras si había algún caso parecido al mío en el hospital. Me contestaron que no me preocupara: llegaría a poder hacerlo. Pero sí que estaba preocupado.

Luché, recé. Leí la Biblia y pedí a Dios que me ayudase conservándome la determinación para progresar y le prometí que el primer paso que diese sería para postrarme de rodillas y darle las gracias.

A mediados de Agosto ya era capaz de sentarme en la silla de ruedas durante una hora de cada vez y con la ayuda de la cinta que me habían atado a la mano, me alimentaba a mí mismo. Poco a poco me sentía más estimulado y empecé a sentir la necesidad de salir de la habitación; quería hablar con los otros pacientes. Sentía que sería bueno para mi. Es malo estar sentado solo en una habitación durante tanto tiempo, pero es peor cuando no se tiene a nadie a quien hablar.

Los médicos dijeron que podía tener tantas visitas como desease; de hecho, el comunicarse con los además me hizo mucho bien. Ruthe me urgió para que dejase que viniese a verme. Finalmente le pidió al Doctor Rusk que me convenciese. Roy teme que no lo acepten, dijo el Dr. Rusk. "Lo aceptarán tan pronto como se acepte a sí mismo".

Estaba totalmente en lo cierto.

Yo no quería visitas porque tenía miedo sintiesen lástima de mí y lo que yo deseaba era lástima. Es lo que me gusta del Dr. Rusk; no cree en la piedad; cree en el trabajo y en el esfuerzo.

Jamás conocí a un hombre parecido. Nunca vi a un hombre más dedicado a su trabajo. Es un orgullo tener a un hombre como éste viviendo en nuestro país. Gracias a él, a sus sueños, ideas y perseverancia, viven hoy miles de personas que habrían muerto hace quince o veinte años.

Una vez que hube vencido la manía de que no quería ver a nadie, especialmente visitas, uno de los primeros que me visitaron fue Mr. Bernard Baruch, uno de los principales colaboradores económicos del Instituto. Tuvimos una agradable charla durante la cual me dijo que le encantaba sentirse una de las personas que contribuyen a una causa que puede ayudar a personas como yo. Averell Harriman, en aquel tiempo gobernador de Nueva York fue otro de los visitantes. Me ofreció un empleo en la Comisión de Boxeo de Nueva York; me dijo que la paga sería de 8.000 dólares anuales.

"¿Qué haría?" le pregunté.

"Podemos establecer los detalles más tarde”, me contestó. Después se extendió en consideraciones como mi ejemplo para la juventud, mi contribución al deporte, etc.... Me tomé unos días para pensar y finalmente informé al gobernador que no aceptaría el empleo; le dije que soy un hombre del béisbol, no del boxeo y que no puedo aceptar un trabajo del que no sé absolutamente nada. Tuve una interesante visita de Bill Veeck. Me habló de cuando fue paciente en el mismo hospital, años antes, cuando le amputaron una pierna después de haber sido herido en la guerra. Yo estaba boca abajo y no podía ver más que sus pies. Quería controlar un equipo de béisbol desde Nueva York y deseaba mi cooperación. Se fue después de media hora y me dijo que se mantendría en contacto conmigo.

Un día tuve visita de algunos de mis compañeros de equipo: Reese, Snider, Furillo, Hodges, y Erskine vinieron cuando terminaron en Filadelfia. Ya saben que los jugadores son muy impresionables. Les dije: “Compañeros: ¡No se impresionen por nada. Si un día tienen que vivir así, no hay nada de qué preocuparse!”.

Tuve una visita sorpresa de Ted Williams; un día cuando los Medias Rojas de Boston estaban en la ciudad; era un domingo temprano antes de que se fueran para el Yankee Stadium. Hablamos de Pitchers y bateadores. Antes de marcharse, Ted me rogó que no dijese a nadie que había estado a verme. ¡Este Williams es una gran persona! Siempre está haciendo cosas por los demás pero no quiere que nadie sepa nada.

Leo Durocher, mi primer manager en Brooklyn vino a verme y fue una delicia. Leo es una buena medicina porque está tan lleno de vida, tan lleno de espíritu que te ayuda a "trepar por la escalera" un poco más.

Al día siguiente comenzamos las clases de rehabilitación. Me llevaron al piso 7 donde tienen la sala de ejercicios. Parece un gimnasio; allí había parapléjicos, cuadrupléjicos como yo, mujeres y hombres desde los 16 años hasta los 50 aproximadamente. Un instructor amarró un peso de ocho libras de mi brazo, puso guantes en mis, manos y me dijo que tratase de levantarlo. Sorprendí a todos levantándolo varias veces. Nos califican por la cantidad de veces que somos capaces de hacerlo, fui capaz de levantarlo veinte veces en un día. Eso es considerado excelente. Más tarde, ya fui capaz de levantar pesos de 35 libras y llegué a poder hacerlo nada menos que sesenta veces.

Teníamos diferentes tipos de ejercicios. Comenzábamos con media hora de levantamiento, después venía el ejercitamiento de brazos y pies de maneras diferentes. Después teníamos que rodar sobre nuestras espaldas hacia el estómago y viceversa; era lo peor de todo ello. Tardé mucho tiempo en lograr hacerlo sin sentir dolor.

Un ejercicio se llamaba terapia ocupacional. Ponían manos de plástico sobre mí y con ellas tenía que escribir en una máquina y tocar un órgano; este ejercicio era para rejuvenecer los dedos y fortificarlos.

Otro era un ejercicio respiratorio. Ponían un artefacto en mi boca para que inhalase y exhalase oxígeno. Mis pulmones no funcionaban todavía bien y me cansaba mucho al hablar.

Poco a poco me fui encontrando totalmente ocupado desde las ocho de la mañana en que me levantaba hasta la hora de acostarme, alrededor de las nueve a diez de la noche. Al final de cada jornada me sentía felizmente cansado.

Recuerdo un día en que vinieron a verme Don Zimmer, Johnny Roseboro y Johnny Podres. Estuvieron un poco en mis clases y me dijeron después: “¡Ni siquiera en los enfrentamientos de primavera trabajamos tan duro!".

A pesar de todo, siempre encontraba tiempo para leer mi Biblia todos los días. Era uno de mis placeres. Durante mucho tiempo no pude volver las páginas y tenía que pedir a Leroy Newsome, mi ayudante, que lo hiciese. Me animaba a hacerlo por mí mismo, pero no podía. Lo intentaba todos los días y finalmente le decía: "Lo haré mañana".

Un día, Leroy se fue al pasillo después de entregarme la Biblia y cuando volvió me dijo: “¿quieres que voltee las hojas"?.. "Hoy no Leroy", le dije, "Ya aprendí a hacerlo yo mismo”.

No me creyó. Vino a asomarse y miró. Volteé hasta el Salmo 101:

“Yo cantaré de alegría...”. 

De esa manera, concluyen, los dos interesantes capítulos, del libro escrito por el Hall of Famer Roy Campanella, que espero hayan disfrutado. Les recomiendo, si lo desean, adquirir su libro. 

Nota: Algunas de las fotografías que ilustran el artículo, no forman parte del libro.

Miguel Dupouy Gómez.

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